31/5/13

Los libros desdeñados por sus autores


                                                               Por José Luis Díaz-Granados*

Cuando Borges publicó Otras inquisiciones en 1952, algunos lectores y admiradores, sorprendidos por la belleza, la perfección formal y el contenido inusitado de sus textos, preguntaron intrigados si el adjetivo del título obedecía a que ya existían "unas" inquisiciones. Muchos años después, el controvertido autor porteño declaró al respecto a Antonio Carrizo en entrevista recogida en Borges el memorioso (México, D. F., Fondo de Cultura Económica, 1982):
–Sí, este libro, Otras inquisiciones, presupone un libro que yo he dejado caer... (Se refería a Inquisiciones, publicado en 1935), un libro realmente bochornoso, pero que sin embargo me fue necesario. Por eso éste se llama Otras inquisiciones, pero no para recordar el otro, sino para taparlo, para anularlo.
Ya antes había hecho algo similar con Luna de enfrente, publicado en 1925. Los libros iniciales de Borges fueron tres poemarios: Fervor de Buenos Aires (1923), Luna de enfrente (1925) y Cuaderno San Martín (1929), pero siempre que tuvo oportunidad, el propio autor suprimió el segundo de las antologías preparadas por él mismo y de sus compilaciones personales.
Sin embargo, aparece en las sucesivas ediciones de sus Obras completas.
"Es el libro que yo quería omitir, pero mis editores no me dejaban ---decía---. Yo creo que sería mejor pasar de Fervor de Buenos Aires a Cuaderno San Martín y omitir ese mal paso que yo di... bueno, sin necesidad, como dijo la costurerita de (Evaristo) Carriego".
Algo similar le ocurrió a Neruda cuando conoció en España la hondura dulce de la solidaridad y la esperanza. Entonces renegó de su libro Residencia en la tierra (1933-1935), considerada por muchos su obra capital, donde se expresa en verbalidades hasta entonces desconocidas en la poesía americana y donde altera para siempre el idioma español.
Neruda había tenido noticias de que un joven chileno se había quitado la vida y en sus manos le hallaron un ejemplar de Residencia en la tierra.
Para su autor, este episodio fue una de las experiencias más amargas de su vida y desde ese momento no quiso saber más de "aquel libro desdichado". Cuando visitó Hungría a comienzos de la década del 50 y los traductores le pidieron autorización para vertir dicho libro a su idioma, Neruda rechazó de plano la solicitud: "Es poesía de la desesperanza ---expresó---poesía que no ayuda a vivir sino a morir".
Sin embargo, pocos años después, en sus Obras completas, publicadas por Editorial Losada, de Buenos Aires, Neruda dio la absolución y apareció en su totalidad el libro ninguneado.
Y así, el desfile de las criaturas literarias desdeñadas por sus propios padres, se hace interminable. Sólo hasta muy avanzada su vida, Julio Cortázar reconoció a regañadientes que antes de su primer libro oficial, Los reyes (1949), había publicado una colección de sonetos titulada Presencia (1938), firmada con el seudónimo de "Julio Denis".
De la misma manera, tuvieron que pasar muchos años y llegar mucha gloria sobre la parábola vital y literaria de Gabriel García Márquez para que aceptara la publicación de sus primeros cuentos escritos entre 1947 y 1954. Sólo dos décadas después, dio su autorización para que esos relatos fueran recogidos en libro, bajo el título de Ojos de perro azul (1974).
Pero no todos los casos de auto-omisión de una obra obedecen a menosprecio estético. En 1971, el peruano Mario Vargas Llosa publicó un voluminoso estudio titulado García Márquez. Historia de un deicidio, en el cual abordó por primera vez la raigambre profunda de la narrativa del colombiano.
Este libro se estaba convirtiendo en manual obligado de consulta para los millares de lectores de la obra del fabulista de Macondo, cuando tuvo lugar en México un incidente personal entre los dos escritores. Ello, sumado a una diametral divergencia ideológica, forzó de modo absurdo a Vargas Llosa a desautorizar bruscamente todo tipo de reimpresión, traducción y promoción de este tratado tan juicioso y tan rotundo.
Otros motivos, aparentemente comprensibles llevan a los autores a esconder sus libros y a borrar sus títulos de las bibliografías. Miguel Ángel Asturias publicó en 1923 un ensayo juvenil, El problema social del indio, con el cual había obtenido el doctorado en Derecho en Guatemala. Este libro prácticamente nunca existió, hasta cuando su autor recibió el Premio Nobel en 1967 y los estudiosos escudriñaron en las profundidades de su prehistoria literaria.
Igual ocurrió con el mexicano Carlos Fuentes. Quizás por razones meramente literarias, olvidó que tres años antes de la publicación de su primer libro narrativo, Los días enmascarados en 1954, había dado a la luz un ensayo jurídico titulado La cláusula Rebus Sic Stantibus en el Derecho Internacional.
Pero su compatriota Octavio Paz optó por decisiones más drásticas: sencillamente borró de un plumazo libros enteros de su autoría por razones políticas. En ninguna de sus compilaciones poéticas aparecen sus libros primigenios, Luna silvestre y ¡No pasarán!, en cambio autorizó la inclusión de su "Elegía", dedicada a un compañero muerto en el frente de Aragón, en España, que luego de haberlo llorado en su poema comprobó que se hallaba vivo y saludable en la Ciudad Luz.
Saramago no se quiso acordar de su primera novela, Tierra de pecado, publicada en 1947, y sus curiosos lectores no saben qué hacer para que algún viejo amigo del Premio Nobel portugués lo desentierre de alguna biblioteca privada.
El genial andaluz Juan Ramón Jiménez, con su talante perfeccionista y monomaníaco con respecto a su Obra (así, con mayúscula, como él lo escribía), ordenaba y desordenaba continuamente sus libros. Revolvía las secciones y el orden cronológico y un día decidió arbitrariamente que sus libros publicados antes de 1923 no pasaban de ser "unos borradores silvestres".          
Con la anterior afirmación desdeñaba por lo menos veinticinco libros publicados entre 1900 y 1923, entre ellos Baladas de primavera, La soledad sonora, Platero y yo, Sonetos espirituales y Eternidades, entre otros.
Sería interminable el listado de autores que por razones diversas han desdeñado uno o más libros de su autoría, pero quizás los ejemplos más extremos podrían ser: Franz Kafka, quien no contento con renegar de las pocas obras que logró ver publicadas en su corta vida, ordenó a su amigo Max Brod que a su muerte quemara la totalidad de sus manuscritos, y el poeta norteamericano Ezra Pound, quien luego de haber publicado 50 libros ---poesía, crítica y economía--- declaró poco antes de morir que su vida no había sido otra cosa que "un error".

José Luis Díaz-Granados
 (Santa Marta, Colombia, 1946). Poeta, novelista y periodista. Obras principales: El laberinto (poesía, 1968-1984); Las puertas del infierno (novela, 1985, finalista del Premio Rómulo Gallegos); Rapsodia del caminante (poesía, 1996); Cuentos y leyendas de Colombia (1999); El otro Pablo Neruda (ensayo, 2004); Los años extraviados (novela, 2006) y Fulgor de la Calle Grande (novela, 2012). Sus libros de poesía se hallan reunidos en un volumen titulado La fiesta perpetua, Obra poética 1962-2002.

- Con-fabulación Nº 279 

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